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KHOROM

­­­­­La mirada se circunscribe difícilmente a la mera confirmación de las apariencias. Recorre superficies, profundidades, texturas, luces y oscuridades en la fascinación de establecer una relación que parte de la búsqueda de un misterio que se nos escapa. En realidad, se vincula con otro lugar más lejano aun: el horizonte vivido. El acto de la mirada no se agota en el momento, confluye con los sentimientos del pasado a la vez que acrecienta un futuro por descubrir. En ese futuro se establece a menudo nuestra mirada, es como un deseo que va más allá de lo que en el acto de mirar acontece ante ella. Por otra parte, la mirada garantiza un viaje: propone a nuestra conciencia una salida fuera del lugar al que se dirige, pero fuera también de nuestro cuerpo, el lugar de donde proviene.

En ese territorio que recorre nuestra mirada, se describe el paisaje de la ausencia. Nos situamos ante la existencia de un abismo al que acudimos en soledad y lo habitamos con nuestro mirar. Primero se produce el sentimiento. Luego, la producción de imágenes interiores lo acompañan para alejarnos de la melancolía que nos produce la evocación de nuestro aislamiento en el propio paisaje. Si no conectamos con el origen de nuestra existencia en relación con el lugar que habitamos (que observamos), la noción de nuestra soledad puede llegar a arrojarnos a los sentimientos más profundos de tristeza. El sentimiento de la existencia desnuda, la nada de lo imaginario a través de las apariencias ilusorias (espejismos), tendrán el valor de una negación de nosotros mismos. ¿Y si compartiésemos ese lugar, ese paisaje, ese mirar, ese camino que nos conduce a la nostalgia de nuestro existir? ¿Si ese camino se recorriese en compañía, se transformaría el propio origen de su naturaleza, de su existir?

A través de nuestra soledad cobramos la consciencia de nosotros mismos, pero ¿qué sería de esta consciencia si no pudiésemos compartirla con los demás? ¿Qué sería de su propia naturaleza? ¿De qué manera se manifestaría? ¿En relación a qué, a quién? Los pasos de nuestra mirada recorren el horizonte desértico del paisaje, lo habitan hasta agotarlo, lo experimentan hasta transformarlo en ensoñación. La mirada respira la sequedad de la arena, se diluye en los reflejos que duplican lo real hacia lo imaginario. Intensifica los colores como testigos de una extensión que se abre ante nosotros. Por lo menos esa mirada nos acompaña, nos construye en el recuerdo para poderlo compartir en el futuro.

 

KHOROM

­­­­­The eye is reluctant to merely confirm appearances. It runs avidly over surfaces, depths, textures, lights and darknesses eagerly attempting to establish relationships, obsessively seeking some elusive mystery. In actual fact, it reaches out to another place, even further away: the horizon of our past experience. The act of seeing is not a matter of a fleeting moment. It converges with feelings from the past while at the same time envisaging a future yet to be discovered. Our gaze is often captivated by that future. It is like a desire that goes beyond what we see happening there. A gaze also guarantees a journey: it tempts our conscience with the possibility of straying from the object, its point of destination, but also from our own body, its point of departure.

It is in that zone, that visual domain, that the landscape of absence takes shape. We come alone to an abyss, stand before it and occupy it with our gaze. First there is awareness. That awareness is then joined by inner images, which alleviate the melancholy caused by the way the landscape itself evokes our isolation. If we do not return to the origins of our existence and our links with our habitat (which we see), the very awareness of our solitude can plunge us into the deepest feelings of sadness. The sense of naked existence, the nothingness of the world as envisaged in illusory manifestations (mirages), will act as a negation of ourselves. But what if we share that place, that landscape, that scrutiny, that road that leads us to the nostalgia of our existence? If we follow that road in the company of others, will that transform the origin of its own nature, its own existence?

Our solitude makes us aware of our ourselves, but what would become of that awareness if we could not share it with others? What would happen to its own nature? How would it express itself? What, or who, would it link up with? Our gaze methodically scans the desert horizon of the landscape, occupies that space until it has nothing left to offer, experiences it until it becomes a dream. It breathes in the dryness of the sand, and dissolves in reflections that multiply reality towards the imaginary. It intensifies colours, as if announcing a vast plain opening up before us. At least we have that gaze to accompany us, to build up our memory, to give us something to share in the future.